Por Daniel Orloff
Lautaro tiene 24 años. Ayer intentó quitarse la vida por tercera vez. No porque quiera morirse, sino porque siente que ya no puede más.
Su historia no es una excepción. Desde los barrios más humildes hasta las casas con mejor pasar económico de San Vicente, Dos de Mayo El Soberbio y la región, hay muchos como él: con los brazos marcados, drogados, con la mirada vacía y una mochila emocional que arrastran desde la infancia. El abuso, la indiferencia, el abandono estatal y la soledad forman una combinación que enferma el alma y, tarde o temprano, estalla.
Lautaro es un sobreviviente. Aunque no se sienta así.
El niño que nadie protegió
De niño fue abusado 16 veces en San Vicente. No dijo nada por miedo, porque pensó que la culpa era suya. Hoy se culpa por no haber actuado; siente que se falló a sí mismo. El dolor lo cargó solo. Se encerró en su mundo: solo la vergüenza, solo la bronca.
“De chico, mi papá me dejaba con unos primos. Me violaron, una y otra vez. Nunca lo conté. Tenía miedo de que me culparan, de que dijeran que yo lo provocaba. Mi mamá me decía que era una mierda, que nunca debí nacer. A los 16 me fui, viví bajo un puente. Imaginate... no soportaba que me tocaran, ni siquiera un abrazo. Era una reacción natural en mí”.
El joven que quiso amar
A los 23 se enamoró. Se aferró a esa relación como si fuera un salvavidas.
“Ella era todo para mí. Mi cable a tierra, mi calma, mi alegría”, me dice con la voz entrecortada. Pero las heridas que no sanan pesan, y el peso de lo vivido terminó por romper la relación.
“Yo sabía que no podía seguir así. Ella no tenía la culpa, pero tampoco podía bancarse todo eso. Yo fallé, dije cosas que no debí haber dicho”, reconoce. Y se culpa por haber alejado al único sostén emocional que tenía.
Sobrevivir a la muerte tres veces
La vida lo empujó al borde tres veces. Y tres veces, por azar o destino, quedó de este lado.
Primero gatilló un arma, pero no se disparó. Después intentó ahorcarse, pero la soga se rompió. Finalmente tomó pastillas hasta perder el conocimiento, y fue un amigo quien, al encontrarlo a tiempo, lo llevó al hospital y le salvó la vida.
Su madre, tiempo atrás, quiso saltar desde un puente peatonal. Su hermano intentó cortarse las venas. Las señales estaban ahí. Nadie las vio (o las quiere ver).
“Yo no quiero morirme. Quiero dejar de sufrir, de vivir con esta angustia, este vacío”, dice Lautaro, ya sin lágrimas, como si en cada palabra se le fuera el último aire.
Su historia no es solo una historia de tragedias, sino de un sistema fallido. Uno que no contiene, no escucha y no actúa.
Cuando el silencio mata
La historia de Lautaro es también la historia de un sistema que no funciona. De escuelas que no escuchan, de familiares que encubren, de profesionales que no llegan, de un Estado que no articula. Es la historia de chicos abusados que después son tildados de ‘rebeldes’, ‘vagos’ o ‘drogados’. Y nadie se pregunta por qué. Solo los rechazan, los desplazan, los apartan y los dejan a su suerte, como un golpe más que jamás debieron recibir.
En la provincia nos llenamos la boca hablando de salud mental, pero cuando una persona como Lautaro pide ayuda, lo mandan a sacar turno en una oficina sin alma. Cuando denuncia abuso, le piden pruebas, testimonios y resistencia. Cuando se lastima, lo ocultan. Cuando intenta matarse, dicen que lo hizo “para llamar la atención”. Y si se mata, entonces recién ahí lo visibilizan. Como una cifra más en un informe que pocas veces se dan a conocer.
Cada uno de ellos es una estadística que esconden bajo siete llaves, para evitar tener que invertir en áreas sensibles. Prefieren hacerlo en obras que dan votos, no en políticas que salvan vidas. Defienden valores familiares con palabras, mientras dejan solos a quienes más los necesitan.
No quiere ser ejemplo, quiere ser escuchado
“Si yo estoy contando esto no es por mí. Yo ya estoy roto, o al menos eso creo. Lo hago para que nadie tome las mismas decisiones que tomé yo”, dice.
En su desesperación, en esa mirada limitada por el dolor, hay una lucidez brutal. Él no está roto: está herido. Muy herido. Pero sigue acá. Y eso, aunque no lo sepa, es un acto de resistencia enorme.
Lo que sí podemos hacer
Escribir esta nota no es fácil. Publicarla, menos. Pero es necesario. Porque mientras no hablemos de esto, mientras sigamos negando lo evidente, vamos a seguir enterrando pibes en silencio.
Ojalá alguien, después de leer esta historia, se anime a hacer lo que Lautaro no consiguió a tiempo: ayudar, abrazar, escuchar. Ojalá las campañas políticas dejen un rato las falsas sonrisas y trabajen por reconstruir el valor real de las familias. Que el Estado, en su conjunto, actúe para evitar la impunidad de los abusos y para que la burocracia no siga asfixiando a las víctimas. Que la culpa recaiga en quienes destruyen, no en quienes tienen el coraje de hablar.
Lautaro no quiere ser mártir ni estadística. Solo quiere vivir sin dolor. Tal vez su historia no lo salve, pero puede salvar a alguien más. Si eso ocurre, entonces esta nota habrá cumplido su propósito.
Si vos o alguien que conocés está pasando por una situación similar, podés comunicarte:
Línea 135: atención gratuita, las 24 horas, desde todo el país.